"Sí, una botella de vino era la destilación última
de un tiempo y un lugar; una expresión poética de la individualidad en sí
misma"

Estamos en 1922. La revolución
bolchevique ha triunfado y ha barrido los restos del antiguo régimen, la autocracia
zarista, matando o enviando al exilio a
todos aquellos aristócratas que no tuvieron la osadía o la prudencia de hacerlo
por sí mismos. El conde Rostov es un caso especial porque estando en París en el
momento en que se produjo la revolución vuelve a Moscú, donde lo encontramos al
comienzo del libro ante el Comité del pueblo, quien lo salva gracias a un poema
crítico escrito en su juventud pero lo condena a permanecer de por vida en el
Metropol, el hotel donde se aloja.
Al principio el libro se demora en las pequeñeces
de ese internamiento; con Montaigne nos detenemos en las reflexiones del Conde,
luego, a través de sus recuerdos,
sabemos de su aristocrática familia, de la muerte de su querida hermana
Helena... parece que nada más va a ocurrir (¡y son 462 páginas!) pero entonces
conoce a Nina, una niña de diez años inteligente y valiente con la que recorre
los recovecos del hotel gracias a su llave maestra. Son encantadoras las conversaciones
que mantiene con ella, como interesantes son las que mantiene con su amigo
Misha o con la actriz Ana Urbanova; luego están las que mantiene con el maître, el barman, el jefe de sala... La
figura del Conde es la de un hombre honesto, empático, honorable y educadísimo, con ninguno de los defectos que
tradicionalmente se han atribuido a los de su clase (el orgullo, la soberbia, la
prepotencia o el clasismo) y todas las virtudes de un superviviente: el
ingenio, la astucia o las dotes de observación.
Contada
en tercera persona por un narrador omniscente aquejado de un elegante e irónico
sentido del humor, la novela abarca la historia de Rusia desde la Revolución
como ya he dicho hasta los años cincuenta. Los avatares que va a sufrir Rusia
en años posteriores no pasan inadvertidos en el hotel. El Conde ve como su
antiguo mundo desaparece y es sustituido por uno más nuevo que apenas entiende
pero en el que logra sobrevivir gracias a su capacidad de adaptación y sus
intrínsecas virtudes, que ya he mencionado antes. Las turbulencias políticas,
las purgas, los planes de desarrollo, la nueva sociedad urbana e industrial
llega al Metropol de la mano de sus huéspedes. El tercer libro (son cinco en
total) comienza en 1930 y encontramos al Conde convertido en jefe de camareros.
Los planes quinquenales comienzan a dar sus frutos y Rusia empieza a abrirse al
exterior, y para ello necesitan al Conde, no solo de su agudeza y astucia sino
también de su cosmopolitismo y conocimiento de idiomas. Pero entonces la
historia deja de estar centrada en la persona del conde (su rutina diaria, sus
abluciones, sus comidas, sus conversaciones) y se acerca a la de sus compañeros
de trabajo y amigos y especialmente se centra en la pequeña Sofía que se
convertirá en la catapulta para sacar al conde de su encierro.
Tengo que decir que en algunos momentos
la historia deriva hacia la comedia y aquí me viene a la cabeza Wes Anderson,
no por El Gran Hotel Budapest (o quizás sí) sino por la mezcla de lo serio y lo
cómico, su manera melancólica de tratar la aflicción y también por sus
propuestas disparatadas e inverosímiles pero al mismo tiempo creíbles, que
convierten esta lectura en un delicia. No conocía a Amor Towles (bonito nombre)
a pesar de que ya había escrito otra exitosa novela, Normas de cortesía (editada también por Salamandra en 2011). Es
un escritor con un pasado en el mundo de los negocios, que abandonó tras la
burbuja inmobiliaria para dedicarse a su vieja pasión, la escritura. Conoce
bien por tanto el lado comercial de este negocio y por eso reconoce haber
pasado un año promocionando el libro ("ayudando a encontrarle lectores")
aunque eso haya supuesto al menos una entrevista en cada uno de los Estados de
la Unión. ¡He aquí un escritor con pleno conocimiento de sus responsabilidades!